Iommi en tiempos de miseria
Por Cristián Warnken
El Mercurio
La Bienal de Arquitectura cuyo tema convocarte es «Ciudades para los ciudadanos» debiera ser propicia para que arquitectos, responsables de las políticas públicas y urbanistas (si los hay aún) se hagan preguntas honestas y radicales. Es fundamental que los arquitectos se vuelvan a hacer esas preguntas y no se limiten a aparecer «en la foto» con sus obras en revistas de diseño y decoración. Claro, las preguntas presuponen un riesgo —cuando no son meras preguntas retóricas—: suelen ser incómodas, desinstalan.
¿Queda en pie alguna arquitectura después de la acción corrosiva de la usura en estas décadas? ¿Son los arquitectos hoy meros empleados de sus mandantes, o a veces también piensan en el espacio público, en la ciudad? Habrá que bajar —como ya lo hiciera Nicanor Parra con los poetas— esta vez al arquitecto del Olimpo, de sus torres pretenciosas, de sus repetitivos muros cortinas, de sus edificios inteligentes pero muchas veces insensibles, de sus burbujas inmobiliarias ¿A quién le rinde cuentas el arquitecto al fin del día? ¿A su bolsillo, a su ego, a la ciudad a la que se debe, o a esta geografía ante la cual palidece todo intento de levantar hitos que no terminen siendo citas al pie de página de las montañas y el mar?
El arquitecto —como todo ser humano— se traiciona a sí mismo por lo menos una vez al día. Pero hay una frontera que, si la cana, puede alejarlo definitivamente de su torre de control, impidiéndole regresar a su propio centro, extraviándolo. Eso les ha ocurrido a muchos arquitectos en Chile. Por eso, es significativo y tal vez no casual que en estos días vuelva a emerger desde el olvido total la figura de Godofredo Iommi, que fundara la Escuela de Arquitectura de Valparaíso junto con el arquitecto Alberto Cruz.
La exhibición casi milagrosa en televisión de un documental sobre su vida y obra y el lanzamiento póstumo de una elegía escrita a raíz de la muerte de su mujer lo traen de vuelta. Él es, quizá, uno de los pocos referentes de alta pureza y coherencia radical a los que los jóvenes estudiantes de arquitectura podrían acudir para descubrir con sorpresa que en Chile existió alguna vez un espíritu de gratuidad y un coraje para pensar desde acá, con originalidad, una arquitectura genuinamente americana. Una arquitectura no secuestrada por la vanidad ni el dinero.
Iommi no es arquitecto, pero sí un pensador y creador que fundó arquitectura desde la mirada poética del territorio, que es tal vez la única que da cuenta de lo que somos. Iommi invita a hacer una arquitectura fundada en gestos, una arquitectura precaria y leve, una ciudad abierta a las preguntas que el mismo territorio le puede hacer.
Por supuesto que eso conllevó una vida de pobreza y de total lejanía con el poder. Una manera estética y ética de vivir que puede hoy parecernos extravagante. ¿Será posible tanta gratuidad? Iommi, con sus actos poéticos que él mismo dirigía, vestido con sus calzas rojas de juglar y su entusiasmo desbordante, pensaba que había que «reapasionar el mundo».
La pasión de Iommi por este territorio, por las preguntas propias a esta lejanía, marcó a sus alumnos y contemporáneos. Su renuncia a seguir dirigiendo la Escuela de Arquitectura que ayudó a fundar es un gesto que lo sitúa al lado de los verdaderos maestros, esos que no aceptan ser endiosados y que dejan como única herencia a sus discípulos la de su propia libertad.
En estos días en que la educación «superior» de nuestros jóvenes ha quedado tan desacreditada, Iommi y el proyecto universitario que lideró esplenden con una luz propia que nos encandila como la luz de la caverna de la alegoría de Platón. Su ejemplo socrático muestra palmariamente que lucro y educación son absolutamente incompatibles.
Hoy, cuando se habla tanto del «lujo», he aquí un verdadero lujo del espíritu en tiempos de escasez y de indigencia de ideas y de preguntas.
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